Hoy que es un día señalado para esos amantes que siguen mirándose a los ojos y ven su propia alma reflejada en el otro he querido echar la vista atrás y recordar ese primer momento en el que él la ve a ella y algo se remueve por dentro, cuando a ella empieza a erizársele el vello de la piel al sentirle cerca, cuando la vergüenza es la protagonista o una pelea es el principio de todo. Ese momento es lo que se llama "el encuentro cuco" y me ha encantado recordar el de mis chicos. ¿Nos acompañáis en su primer encuentro?DESDE EL DÍA EN QUE TE VI (Alba y Esteban)
—Señora, por favor, decídase ya, que algunos tenemos prisa —oigo semejante frase llena de enfado a mi espalda y empiezo a notar que la vergüenza cubre mi rostro pero es que no sé qué coger. Lo ignoro.
—Hmmm…. Pues la verdad es que me encuentro en una situación complicada —le digo a la dependienta entre risas, sin darme cuenta que a ella poco le importa eso.
—Señora, por favor, hay mucha gente esperando. Si no lo tiene claro échese a un lado hasta decidirse —me dice la pobre mujer pero me niego a irme o sino cuando lo tenga claro tendré que volver a la cola infernal y entonces sí que voy a tener que quedarme a pasar la noche en la oficina. —No, no se preocupe que ya lo voy teniendo claro… hmm… a ver…
—¡Señora, por favor, o se decide o pido yo! Y tras semejante grito no puedo más que darme la vuelta y enfrentarme a menudo energúmeno que me ha gritado en todo el oído dejándome medio sorda. Me giro rabiosa con la clara intención de cantarle las cuarenta a Don impaciente, pero lo que no me esperaba es lo que vi. Un hombre alto, yo diría que un 1,80, cabello castaño, alborotado. Sus ojos, negros como el azabache, me miran desafiante. Lleva barba de un par de días, un traje azul marino oscuro y una corbata naranja clarito que resalta la camisa azul cielo que lleva. A pesar de llevar el traje se vislumbra que tiene un cuerpo fuerte y atlético. Tiene pinta de ser pijo y encima arrogante, a juzgar por su mirada y comentarios. Me debo quedar bastante embobada porque de pronto el extraño amable chasquea sus dedos delante de mí llamando mi atención y vuelve a hablar con esa dulce voz.
—Guapita, ¿te decides ya? Porque aquí estás montando una buena y yo no sé los demás, pero yo tengo muchísima prisa. ¿Qué te parece si te pago lo que quieras y te largas de una vez? ¿Guapita? Uy, uy, uy. Esto se está calentando por momentos. Este tío es un idiota redomado. Se pensará que por estar bueno puede decir y hacer lo que le dé la gana pero acaba de pinchar en hueso.
—Mira, guapito —le digo con toda la rabia del mundo—, me vas bajando el tono y la mala leche o me voy a eternizar en hacer mi pedido. Todos tenemos prisa, pero te vas a esperar a que decida lo que quiero y aunque te agradezco tu gesto de pagarlo no necesito que un pijo como tú me pague nada. Así que paciencia y cállate la boca.
EL JEQUE (Elizabeth y Khalid)
¿Pero qué pensaba hacer?
Elizabeth se removía pero era inútil, el hombre era muy fuerte.
Intentaba hablar pero no le salían las palabras. ¿Qué le ocurría? Su mente no
respondía pero su cuerpo se iba animando por momentos. El extraño notaba su
inquietud y una vez que la tuvo atrapada bajo su cuerpo le susurró con voz
sugerente y sensual:
—No luches Imra. En unos minutos, todo habrá acabado.
¿Imra?
Esa era la palabra que aparecía en su sueño una y otra vez. ¿Pero qué demonios
significaba eso? ¿Y por qué estaban en plena tormenta tumbados boca abajo en la
arena? Era increíble que bajo aquella repentina tempestad arenosa, estuviera
sintiendo cosas que no se explicaba. Pero aún le resultaba más increíble que ese
hombre del desierto desprendiera ese aroma como a canela. De pronto se acomodó
en esta extraña postura e hizo un suave ronroneo pues estaba la mar de a gusto.
El desconocido reprimió una risita y tras lo que le parecieron horas enteras,
llegó el momento de la separación. Se desprendió de su abrazo y soltó las
mochilas. Avergonzada tras semejante momento se incorporó, al girarse se le
paralizó el corazón y se bloqueó. Ya no recordaba adónde iba ni qué tenía
prisa. Estaba perdida en sus ojos. Profundos ojos marrones. Era lo único que
dejaba a la vista tras esa túnica blanca que brillaba aún más debido a la
exposición del sol. Ni siquiera era capaz de hablar. ¿Pero qué le pasaba?
—Debería
tener más cuidado señorita. Sospecho que no conoce el desierto y las tormentas
de arena son traicioneras. En cualquier
momento pueden aparecen —se dirigió a ella tras haberse desprendido del pañuelo
que le cubría la nariz y la boca. Una boca sensual y traviesa que se le antojaba
más que apetecible y esa voz, con un acento tan característico de la zona, que
le ponía el vello de punta.
—Pero por lo que he podido comprobar,
tal cual vienen se van, —se le escapó de la boca antes de pararse a pensar. «¡Piensa
Eli por Dios!» Parece que le hizo gracia y hasta sonrió.
—Nunca tiente a su suerte. Esta vez he
estado yo para protegerla ¿pero qué ocurrirá la próxima vez que yo no esté para
salvarla?—le dijo con cierto tono de sarcasmo.
—No soy ninguna damisela en apuros del
siglo XVIII. No necesito que nadie me proteja ni me salve de nada. Yo solita me
basto y me sobro—en ese momento recogió sus cosas y se dio la vuelta bastante
enfadada. ¿Quién se había creído ese hombre que era? ¿Bella Swan a punto de ser
devorada por un vampiro?
—¿Esa es su forma de dar las gracias?—le
preguntó consiguiendo que se quedase clavada en el sitio. Se giró y vio que se
acercaba lentamente hacia ella. De nuevo sus sentidos se embotaron y no podía
hablar.
—Gra… gra… Gracias, señor del desierto—recomponiéndose
al echar un par de pasos hacia tras recobró la sensatez y su sexto sentido le
decía que empezara a echar a correr. No sabía bien porqué pero aquel hombre le
parecía más peligroso que cualquier morador de tribu que habitara por esos
lugares.
—De nada señorita de ciudad, pues se me
antoja que no es de por aquí cerca. ¿Me equivoco?—le preguntó mientras volvía a
recoger las mochilas para seguir su ruta. ¿Pero por qué le seguía hablando si
ya había pasado la tormenta y le había dado las gracias?
—No se confunde en absoluto.
Efectivamente no soy de aquí. Ya he perdido mucho tiempo debido a esta estúpida
tormenta, así que si me disculpa debo proseguir mi trayecto inmediatamente.
Gracias de nuevo, que Alá le proteja o lo que sea—le contestó haciendo un gesto
con la mano y acto seguido se dio la vuelta, pues si permanecía frente a él, se
quedaría anclada en esas arenas y no sería capaz de continuar con su objetivo.
MI CORAZÓN TE PERTENECE (Clara y Mateo)
Para mi suerte o desgracia –aún no soy capaz de
decidirlo– él se baja del coche y se dirige hacia mí. Oculto tras unas gafas de
sol, ante mí se para con su aspecto de modelazo, con su camiseta de manga corta
blanca que le marca los bíceps de manera espectacular, sus vaqueros desgastados
que le quedan de muerte y unas deportivas blancas. Se agacha a mi lado y creo
que me voy a quedar ciega de tanta belleza cuando se quita las gafas de sol
¡menudos ojazos azules que se gasta el tío! Todavía con el vestido por la
cintura y a cuatro patas, me lo quedo mirando embobada. Una lástima, porque no
creo que tenga más de veinte años. Por fin puedo actuar, y con toda la
vergüenza del mundo, me bajo el vestido y comienzo a recoger mis cosas del
suelo como si me hubieran metido un cohete por el culo.
—¿Estás bien? —Me pregunta el Adonis mientras me ayuda
a meter las cosas en el bolso.
Yo solo soy capaz de asentir con la cabeza y darme
toda la prisa del mundo. Ahora entiendo eso de “Tierra trágame”. Cuando tengo
todo en el bolso vuelvo a mirar al coche, donde la chica que va de copiloto me
mira con cara de pocos amigos, porque ver al chulazo de su novio ayudando a una
loca semidesnuda no creo que sea agradable de ver. Entonces siento el contacto
del Adonis levantándome con sus fornidos brazos y un escalofrío me recorre
entera, ¿qué está pasando?
Paseo la mirada del coche a los ojos azules del
buenorro y siento que no puedo apartar la mirada de él. Varias personas
comienzan a arremolinarse a nuestro alrededor y es cuando aprovecho para
escapar de esa situación extraña. Sin decir una sola palabra me suelto y salgo
corriendo, rezando para no darme otro tortazo como el que me acabo de dar. Por
suerte el piñazo ha sido a apenas unos metros de la oficina, así que llego
antes de lo esperado y con un dolor de rodillas tremendo, aunque la vergüenza
que he pasado creo que es peor.
AMANECER EN ÁFRICA (Sarah y Elliot)
AMANECER EN ÁFRICA (Sarah y Elliot)
NO SÉ POR QUÉ TE QUIERO (Elena y Eric)
—Vaya, vaya. No sabía que ahora el despacho de mi asistente era tu nuevo estudio, querido Lucas. —Me paralizo, porque ahora sí que me es conocida esa voz. ¡No puede ser! A pesar de haber cruzado pocas palabras con él en España, reconozco la voz de Eric. ¡Dios!, ¡qué mala pata la mía! Ahora que trabajo para él, me ha encontrado haciendo esta tontería, así que ya me puedo ir despidiendo de comenzar con buen pie. Congelada como estoy, soy incapaz de girarme para mirarlo hasta que la voz de Lucas me saca de mi estado.
—Ya me conoces, Eric. Cualquier lugar es bueno para tomar unas fotografías y más cuando un tesoro como este me inspira. —Reparo en que le contesta de forma bastante amigable. Ahora hemos pasado de ángel a tesoro, como si el fotógrafo fuera Gollum y yo fuera el anillo codiciado.
—Una pena que pienses así. Me gustaría comenzar a trabajar y necesito a tu «tesoro» para ello, así que, si eres tan amable, vuelve a tu estudio con tus modelos y déjanos sacar adelante esta revista.
¿Su tesoro? No, no, no. Yo soy una profesional y esto no es lo que parece, me gustaría decir, pero creo que va a ser inútil. Bastante avergonzada, me vuelvo y, por primera vez desde que estoy en Nueva York, oteo al amigo de Esteban. Ya casi no lo recordaba. Lleva un traje negro, camisa blanca y corbata negra a juego. Su pelo oscuro, peinado hacia atrás, es impecable. Él parece perfecto. Ojos negros, y barba incipiente. Atlético, eso está claro, aunque con el traje lo disimula bastante. En España recuerdo que sonreía más… Claro que después de la estampa que se ha encontrado en su oficina, el primer día de trabajo de su nueva asistente, no me extraña que tenga esa cara de rancio.
—Señor Reynolds, yo siento esto… pero el señor Hamilton me dijo lo de las fotos para las fichas de los empleados nuevos y… bueno… como usted no llegaba… —¡Dios! Pero ¿se puede divagar más? Tierra trágame, es lo único que viene a mi mente.
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